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Sor Geneviève Jeanningros, la monja que lloraba ante el ataúd del papa Francisco

La religiosa es una de esas amistades especiales de Bergoglio que refleja quién era: vive en una caravana, ayuda a transexuales y prostitutas, y es sobrina de una antigua amiga del Pontífice desaparecida en Argentina

Sor Genevieve Jeanningros reza ante el féretro del papa Francisco en la basílica de San Pedro, este miércoles.Foto: Alessandro Di Meo (AP) | Vídeo: EPV
Íñigo Domínguez

Una monja muy mayor y pequeñita, vivos ojos azules y con una mochila verde al hombro, ha entrado de las primeras a la basílica de San Pedro este miércoles, cuando se abrieron las puertas, para dar su último saludo al papa Francisco. Esta monja, que se llama Geneviève Jeanningros, 82 años, sa, fue incluso más allá, porque se salió de la fila al llegar al ataúd del Pontífice y del protocolo que impedía pararse ante él. A todos, menos a ella. Nadie le dijo nada. Era una amiga muy especial de Francisco, pasó un buen rato de pie, llorando. Su historia resume bien quién era Jorge Mario Bergoglio. Esta religiosa de las Hermanas de Jesús vive en una caravana, a medias con otra monja, en un parque de atracciones de Ostia, cerca de Roma, y desde hace 56 años ayuda a pobres, prostitutas y transexuales que trabajan en la calle, predica entre la gente del circo. En la caravana tiene libros, un hornillo para cocinar y un colchón en el suelo para dormir. Francisco la visitó dos veces como Papa, en 2015 y el año pasado. Pero es algo más, su tía era una monja que desapareció en la dictadura argentina, en un episodio que marcó la vida de Bergoglio.

La tía de Jeanningros, Lèonie Duquet, también era monja y vivía en Argentina durante la dictadura. Era amiga de Bergoglio, entonces general de los jesuitas en el país. Ayudaba a las madres de la plaza de Mayo y un día desapareció. Duquet y otra monja sa, Alice Dumon, fueron secuestradas y torturadas en diciembre de 1977 por militares de la dictadura. Ante las presiones del Gobierno francés, el jefe de la Marina, Emilio Massera, ordenó escenificar un secuestro a manos de los Montoneros, para culparlos, y se deshizo de los cadáveres en uno de los vuelos de la muerte. El cuerpo de Duquet fue hallado en una playa a 400 kilómetros por unos pescadores.

El futuro papa ayudó a escapar a algunos disidentes y escondió huidos, pero vio morir y desaparecer a muchos conocidos. Esta experiencia de la dictadura es clave para comprender su visión del mundo, y le creó tal angustia vital que le obligó a ir al psicólogo, mejor dicho, a una psicóloga. Es un papa, por tanto, que ha ido a terapia, lo ha contado él mismo.

Sor Geneviève Jeanningros (en el centro), durante una audiencia del Papa en la Plaza de San Pedro, en marzo de 2016.

No solo desaparecieron las dos monjas, sino “todo el grupo de la iglesia de Santa Cruz de Buenos Aires, lugar en el que se reunían clandestinamente las madres”. Lo cuenta el Pontífice en su autobiografía, publicada hace unos meses. Una de las desaparecidas, Esther Ballestrino, había sido su jefa en el laboratorio de química donde trabajó, y una de las personas que le familiarizó con las ideas comunistas, le llevaba el periódico del partido cada semana. “Aquella gran mujer me enseñó a pensar”, dijo luego el Papa.

En el grupo estaba también Gustavo Niño, un chico que pasaba por allí y fingía ser familiar de un desaparecido, pero en realidad era Alfredo Astiz, tristemente famoso luego como el Ángel Rubio de la Muerte. Estaba infiltrado del Grupo de Tareas 322, especializado en operaciones ilegales de la ESMA, la Escuela Mecánica de la Armada, usada como centro de detención. Como Judas, señaló a quien capturar dando abrazos en el exterior de la iglesia, la señal convenida a los agentes que observaban escondidos.

El destino quiso que Bergoglio se encontrara en Roma con Jeanningros, una sobrina de Lèonie Duquet que también era monja y ayudaba a los más necesitados. Ella le escribió al Vaticano, le dijo quién era. Al Papa le impresionó descubrir que vivía en una humilde caravana en un parque de atracciones de Ostia, con la gente del circo y que ayudaba a gente de la calle. La monja empezó a ir los miércoles con estas personas a la audiencia general de San Pedro, a saludar al Papa. En 2020, con la pandemia, todo este grupo que vivía en torno a sor Jeanningros se quedó sin ingresos, y ella acudió al párroco de la zona a pedir ayuda. Era medio centenar, la mayoría mujeres, muchas latinoamericanas. El párroco llamó al Vaticano y el limosnero del Papa, el cardenal Krajewski, se plantó allí con una furgoneta llena de comida y ropa. Y les dijo que le dieran las facturas para pagarlas. La historia salió a la luz en los medios y el cardenal se sorprendió de que causara impresión: “Es cierto que les ayudamos. Jesús dice: ‘Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar’. Es el evangelio. Estas personas son seres humanos que tenían hambre. Y todos somos hijos de Dios”.

En sus encuentros con el Papa en el Vaticano, acompañada de toda la gente que ayudaba, la religiosa salía muy emocionada, pero más quienes iban con ella. “Sufrían en su identidad y en el desprecio del pueblo. Y me emocionó ver su alegría”, contó una vez. “Le quieren mucho porque es la primera vez que personas trans y gay son acogidos por un Papa, por fin han encontrado una Iglesia que ha ido a su encuentro”. El 31 de julio de 2024, Francisco visitó el parque de atracciones de Ostia, y se encontró con la comunidad de feriantes y el colectivo al que ayuda la religiosa. Fue una de las últimas veces que se vieron.

El papa Francisco, durante una visita a Sor Geneviève Jeanningros, en 2024.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Corresponsal en Roma desde 2024. Antes lo fue de 2001 a 2015, año en que se trasladó a Madrid y comenzó a trabajar en EL PAÍS. Es autor de cuatro libros sobre la mafia, viajes y reportajes.
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