Una conversación en la final
Durante el partido de la Liga Europa entre Tottenham y United, la final europea más aburrida de la década, un padre futbolero en un estadio ha de recurrir a todos sus recursos y, mientras mi hijo mueve la cabeza como un pájaro intentando atisbar algo del verde, yo recurro a la palabra

La protesta la lanza mi hijo pequeño, de 10 años, la undécima vez que los aficionados se ponen en pie al pasar el balón cerca de la banda: “¡No veo nada, aita!”. Nos encontramos en una de las tribunas laterales de San Mamés, casi a la altura de una de las porterías. Un lugar perfecto para detectar fueras de juego en el área, a no ser por la insistencia de los aficionados del Tottenham en brincar de sus asientos en cuanto el balón se acerca a nuestra zona o una de las porterías. No solo estamos atendiendo a la final europea más aburrida de la década, sino que cada vez que parece que hay una pequeña probabilidad de que acontezca algo en el terreno de juego, lo que sea, un muro humano se alza ante mi hijo, que le impide ver nada, que le impide ver la nada. Nos sentimos, mi hijo y yo, mendigos del fútbol, como se decía Galeano, rogando por favor a los jugadores por una mínima jugadita, una gambeta, acaso, si no es mucho pedir, un golito.
Es en los momentos así en los que un padre futbolero en un estadio ha de recurrir a todos sus recursos y, mientras él mueve la cabeza como un pájaro intentando atisbar algo del verde, yo recurro a la palabra. En la siguiente jugada, cuando los hinchas del Tottenham se levantan de nuevo y se escucha el clap-clap-clap de los asientos abatibles, le cuento que uno de los mejores jugadores de la historia de los Spurs, Chris Waddle, dice que para él ese el sonido más bonito que se escuchaba desde el césped, porque encarnaba la expectación de los aficionados cuando corría la banda con el balón en los pies. El pequeño me dirige una mirada en la que se lee “lo que me faltaba, que ahora mi padre me empiece con batallitas”, pero al cabo de un rato, como el partido sigue siendo el más aburrido de los posibles, me pregunta si ese es el jugador que me regaló la bufanda que ahora llevo al cuello, la que me hace parecer uno más entre los hinchas londinenses. Niego con la cabeza y le explico que ese es otro, y reproduzco las palabras exactas que hace más de 40 años dijera mi padre y que, como un conjuro mágico, despertaron mi fascinación: un jugador tan bueno, que jugaba con el número uno en la camiseta. Y ahí, rodeado de veinte mil hinchas de los Spurs que gritan y cantan, comienzo a contarle, una vez más, la historia de mi devoción por Osvaldo Ardiles:
“Yo tenía siete años y en España había Mundial. Como quería saberlo todo sobre fútbol, mis padres me regalaron un libro que era una guía del campeonato en forma de diccionario. Yo leía y leía, y freía a tu abuelo a preguntas sobre los equipos. Al preguntarle por Argentina, me dijo, quizá por hacerse el entendido, que cuidado con Ardiles, que era incluso mejor que Maradona: tan bueno que, aun siendo jugador de campo, lucía el número uno en la espalda. Tu abuelo no sabía que el seleccionador asignaba los dorsales por orden alfabético y no por jerarquía futbolera, pero ese detalle convirtió a Ardiles, en mi mente infantil, en un genio mítico”.
A ratos, mientras el partido avanzaba (al menos en lo que al cronómetro atañe), continué con mi historia. Le conté que al verle después en la película Evasión o victoria pensé que no encarnaba un papel, sino que de verdad había sido prisionero de los nazis y que aquello hizo que me explotara la cabeza. ¡Un jugador campeón del mundo que antes había conseguido huir de un campo de concentración! Y que, aunque un día supe que todo fue fruto de confusiones, mi iración por Ossie, como le llaman los hinchas ingleses, es infinita. “Porque no hay aclaración que matice lo que uno siente cuando es niño”, digo, y justo en ese momento los hinchas se ponen de pie y rugen, como si reaccionaran a mi frase redonda.
Cuando después todos nos sentamos al unísono, como en misa, añado que ya de mayor pude conocer a Ardiles y resultó un hombre encantador, al que me gusta llamar amigo. Al de un rato, mi hijo me mira desde su asiento, sonríe, y murmura: “Esta historia ya me la has contado muchas veces, ¿sabes?”. Yo me encojo de hombros y él añade: “Pero me gusta mucho”.
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