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Juan Muñoz: reivindicación del artista madrileño que el mundo amó

Magnético, visionario y multidisciplinar, el creador madrileño hubiera cumplido 70 años en junio. Familiares y expertos en su obra descubren las claves de su universo. Este año, dos exposiciones celebrarán su memoria

Manuel Segade (comisario y director del CA2M), Lucía Muñoz Iglesias (hija de Juan Muñoz y directora del Juan Muñoz Estate) y Cristina Iglesias (artista y mujer de Juan Muñoz), en la casa y estudio de la pareja en Torrelodones, junto a la obra 'Conversation Piece' (2001).
Ianko López

Juan Muñoz iba por ahí con una navaja en el bolsillo, como un bandolero o un delincuente común. Nunca estuvo claro si esto era verdad o parte de su leyenda. Pero ahora lo confirma el galerista Pepe Cobo, que fue cercano: “Lo hacía para mostrarse como alguien de la calle, un insumiso”. Lo confirma quien era su mujer, la también artista Cristina Iglesias: “Aunque a partir de cierto momento se preguntó si la navaja no era más bien propia de un neurótico”. Y lo confirma Manuel Segade, comisario y director del museo CA2M de Móstoles, experto en su obra: “Así que cambió el cuchillo por una baraja de naipes, como si los juegos de manos fueran otro tipo de arma”.

Segade es el comisario de las dos exposiciones que en la Comunidad de Madrid se le dedican a Juan Muñoz (Madrid, 1953-Ibiza, 2001), quizá el artista español contemporáneo más internacional de las dos últimas décadas del siglo XX, en el 70º aniversario de su nacimiento. La primera, Todo lo que veo me sobrevivirá (cita de la poeta rusa Anna Ajmátova), se inaugura el 14 de febrero en la sala Alcalá 31 de la capital. La segunda, En la hora violeta (título tomado del poemario La tierra baldía, de T. S. Eliot), en el propio CA2M, lo hará el 17 de junio, día del cumpleaños del artista. Ambas conforman, más que un homenaje, un recordatorio. Y pretenden aportar una mirada nueva, proyectada hacia el futuro —que es nuestro presente—, sobre un artista que casi siempre se ha explicado desde las convenciones del pasado. Se nos promete, digamos, un nuevo Juan Muñoz.

Aunque para Manuel Segade sea el de siempre: “La lectura habitual sobre Juan Muñoz lo vincula al Barroco español, pero fue un artista internacional durante toda su trayectoria”, afirma. “Y, además, hay que tener en cuenta que murió unos días antes de los atentados del 11-S, que marcó el principio de un tiempo en el que empezamos a dejar de distinguir entre realidad y ficción. Después se desencadenó la guerra de Irak por unas armas de destrucción masiva que no existían. Comenzó la era de las fake news. Y llegaron las redes sociales y, con ellas, los influencers, que viven una representación constante de su vida. Pues de todo eso ya nos había avisado Muñoz, que cuestionaba que fuera a traernos nada bueno”.

Juan Muñoz, en su primera exposición antológica, en el Palacio de Velázquez del Retiro de Madrid, en 1996

Su muerte, debida a un aneurisma de aorta durante unas vacaciones familiares en Ibiza, con 48 años, le atrapó en mitad del salto cualitativo profesional. Solo dos meses antes había inaugurado en la Tate Modern de Londres Double Bind, enorme instalación que hoy está considerada su obra maestra. Y estaba preparando su gran individual de media carrera en el Hirshhorn Museum de Washington, que después viajaría a otros museos estadounidenses. También, según el comisario Vicente Todolí, que actualmente trabaja en un catálogo razonado de Muñoz, se planteaba nuevas perspectivas vitales y profesionales: “Quería conquistar su libertad, abandonar los trabajos que le encargaran otros para hacer lo que llamaba self-commissions, autoencargos, y ser su propio mecenas”. Todolí, que el siguiente año se convertiría en director de la Tate Modern, había desarrollado una intensa relación personal y profesional con Muñoz. Cuenta que parte de los planes del artista pasaban por adquirir un trinquete (un frontón de pelota valenciana) para convertirlo en estudio y explorar nuevos terrenos artísticos. “Dos semanas antes de su muerte, lo visité en Ibiza y hablamos de sus proyectos. Me dijo que, después de dar por terminada una fase con Double Bind, quería empezar a hacer obras menos objetuales, más performativas. Por ahí iban los tiros”.

Nave de la Fundación Sorigué que alberga 'Double Bind'.

Precisamente era la vuelta al objeto, tras las tendencias conceptualistas que defendían la desmaterialización del arte desde los sesenta, lo que la crítica más radical le había reprochado. Su apuesta por una escultura figurativa, con algunos arquetipos recurrentes —el mago, el apuntador teatral, el extranjero, el saltimbanqui, el enano—, casi siempre con tonos grises (era daltónico), que integraba en escenarios teatrales, sobre suelos de tramas ópticas, o en muebles y balcones, cosechó tanta iración como suspicacias. El también artista Jordi Colomer, con quien tuvo una relación cercana a mediados de los noventa, advierte: “Algunos críticos usaban con él la palabra ‘escenografía’ despectivamente.

Él sentía que su obra se trataba en España de manera injusta, cuando había abierto un nuevo territorio para la escultura”. Y no solo. Algunos de sus mejores trabajos fueron piezas teatrales y radiofónicas, como las que realizó con colaboradores como el escritor John Berger, el actor John Malkovich o los músicos Gavin Bryars y Alberto Iglesias (su cuñado), donde pudo desarrollar su personaje del artista como una combinación de narrador y prestidigitador. Un papel que adoptaba en público y que le confería parte de esa aura legendaria que ya le rodeaba en vida.

El coleccionista Juan Várez y su marido, Jan Taminiau, junto a Sara with Blue Dress (1996), escultura de su colección particular.

Navajas o naipes aparte, quienes lo conocieron destacan su magnetismo. “No le gustaba la vida social del mundo del arte y, sin embargo, lo hacía muy bien”, afirma Manuel Segade. “Hoy se le recuerda como una especie de chulo madrileño, aunque era un intelectual dispuesto a sentarse y hablar con la gente, no performaba de gran artista como otros de la época, tipo Anselm Kiefer”. El coleccionista madrileño Juan Várez, que se había topado por primera vez con una de las esculturas de Muñoz en 1997 durante una visita a otros coleccionistas privados en Miami, meses después se sentó junto a él en una cena en Madrid: “Lo recordaré toda la vida, porque era maravilloso. Muy vivaz y cultísimo, mezclaba referencias del pasado y el presente; era evidente que había leído mucho, todo lo relacionaba y te hacía partícipe de ello”. Várez acabaría adquiriendo Sara with Blue Dress, la misma pieza que había descubierto en Miami, y desde entonces solo la ha movido del recibidor de su piso en Madrid para prestarla a exposiciones como la de Alcalá 31.

La conservadora de arte Carmen Giménez, que dirigió el Museo Picasso de Málaga y fue impulsora de proyectos como el Museo Reina Sofía y el Guggenheim de Bilbao, trabajó con Muñoz en 1982 en una muestra mítica, Correspondencias, que reunía en Madrid obras de cinco artistas y cinco arquitectos internacionales, de Gehry a Merz, de Chillida a Venturi. “Juan era muy entusiasta y estaba lleno de energía”, evoca. “Era buenísimo en todo: cuando hablaba, cuando escribía y también como curator. Pero yo siempre lo vi ante todo como un artista”.

Juan Muñoz y John Berger ensayan la obra radiofónica 'Will it Be a Likeness window._taboola = window._taboola || []; _taboola.push({mode:'thumbs-feed-01',container:'taboola-below-article-thumbnails',placement:'Below Article Thumbnails',target_type:'mix'});
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