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Aranzadi, el pionero parque de Pamplona reconocido internacionalmente por ser capaz de encauzar las inundaciones

Una compleja obra de ingeniería, drenaje y paisaje con la que la capital navarra ha ganado un bosque de naturaleza exuberante para los ciudadanos y la biodiversidad

Aranzadi Pamplona
Miguel Ángel Medina

La preocupación por el cambio climático y los fenómenos extremos que conlleva están obligando a repensar las ciudades y su relación con la naturaleza. La catastrófica dana de Valencia nos habla de la urgencia de dar espacio a los ríos, sobre todo en el ámbito urbano, para evitar consecuencias dramáticas. Algunas ciudades se han adelantado con proyectos pioneros que marcan un camino. En 2013, Pamplona reformó la zona agrícola de Aranzadi —un espacio situado en el centro de la urbe que sufre inundaciones periódicas del Arga— para convertirla en un parque urbano y, a la vez, generar un camino alternativo al río. Ese nuevo camino, denominado bosque de crecidas, permite que se inunden las huertas y el parque, fertilizando el terreno pero sin causar daños en los barrios cercanos. Así se domestican las inundaciones.

“El de Aranzadi es un meandro muy especial de la historia agrícola de Pamplona. Está situado muy cerca del casco histórico, a los pies de la muralla, pero se había quedado bloqueado por una serie de edificios, piscinas y vallas, de difícil y con poca relación con la ciudad”, señala Iñaki Alday, cofundador junto a Margarita Jover de Aldayjover —con oficinas en Barcelona y Nueva Orleans—, el despacho que ganó el concurso de ideas municipal y diseñó el proyecto. “El río estaba encajonado y se desbordaba con facilidad sin encontrar alternativas, con lo que a veces llegaba a los vecinos de la margen derecha”, continúa el también decano de Arquitectura de Tulane, en Nueva Orleans, institución en la vanguardia contra las grandes riadas tras padecer el huracán Katrina en 2005.

Su proyecto para Aranzadi (o Arantzadi, algo así como “espinar” en euskera) parte de la premisa de que hay que hacer sitio a los ríos para que se desborden sin causar daños. “Hicimos una operación extremadamente innovadora para generar un ramal temporal del río —el bosque de crecidas—, con lo que aumentamos su capacidad y evitamos inundaciones en la ciudad”, señala.

Huertas de ocio en el parque de Aranzadi, en Pamplona.

Jesús Arcos, jefe de obra del proyecto, explica: “Recortamos la cota de un muro para que, cuando el río sube más de dos metros, entre por una apertura —denominada labio— del nuevo bosque de crecidas, choque con una colina reforzada con bancos y cambie de dirección hacia el primer puente”. Ese puente tiene unas costillas —una especie de pilares— que sobresalen por el lado más cercano al río y tienen la función de parar los troncos grandes. Las del otro lado son más pequeñas. “Aquí ya no necesitamos que tengan tanta altura porque ya no tienen que coger los elementos flotantes, pero sí que nos interesa darle dirección al agua para que no se desparrame ni lastime los taludes de las orillas —­reforzados con bancos, setos y otros elementos—, lo que hacemos con unos pelos de hormigón que peinan la corriente”, continúa Arcos. Mientras no hay inundaciones, sirven de bancos y mesas de pícnic para los ciudadanos.

Alday retoma: “Cuando entra la inundación, llega con fuerza arrastrando piedras, objetos, troncos… Los muros tienen el objetivo de obligar al agua a cambiar de dirección y ralentizarse, para que haga menos daño, y además los sólidos se depositan en ese lugar de entrada”. El resultado, además de una compleja obra de ingeniería, drenaje y paisaje, es un bosque de naturaleza exuberante donde predominan los árboles de ribera —olmos, sauces, chopos— y los arbustos, imprescindibles para atraer insectos y biodiversidad. La hierba crece salvaje junto a todo tipo de flores. Y a cinco minutos del casco urbano.

Zona del bosque de Aranzadi encharcada por las lluvias.

“Con el cambio climático, este tipo de proyectos son fundamentales para las ciudades: o renaturalizamos con más vegetación, biodiversidad y drenajes urbanos o va a haber un problema”, apunta Joxe Abaurrea, concejal de Urbanismo de Pamplona. “Aquí crecen hierbas y flores silvestres, habrá quien piense que no está cuidado, pero sí lo está. Tenemos que empezar a presumir de naturaleza urbana”. ¿Para qué se usa? “Es un parque con mucho aprovechamiento, como una isla dentro de la ciudad. Los pamploneses suelen pasear por el margen del río, mientras que la gente con perros los suelta en el bosque de crecidas”. Varios perros juguetean en la zona, confirmando su teoría.

En cuatro puntos del recorrido hay otras tantas balsas de infiltración que recogen toda la lluvia en el parque a través de diferentes mecanismos —franjas de grava, conectores y otros sistemas— y desembocan en cuatro puntos bajos, que están encharcados la mayor parte del año. Son lugares que se secan en verano, pero durante el resto del año están llenos de agua, con lo que tienen otro tipo de vegetación, mosquitos, y atraen aves, reptiles y una biodiversidad diferente. Estos nodos de biodiversidad hacen que el parque sorprenda.

También hay zonas infantiles. En una de ellas —creada en la segunda fase del proyecto— hay un juego donde, tras darle al pulsador, sale un chorro de agua que se desparrama por un recorrido de troncos que se van bifurcando, para que los niños sepan cómo funcionan los ríos y que, si en un tronco se ponen piedras o tierra, el agua salta hacia el otro lado. Luzia Infantes, de 43 años, juega ahí con uno de sus tres hijos (tienen 7, 5 y 3 años): “La zona es un reducto de paz y tranquilidad en medio de la ciudad al que me encanta venir con mis hijos. Me gusta que estén en o con la naturaleza, en un sitio libre de ruidos, donde se escuchan los pájaros y se ven animales”.

Infantes vive a pocos minutos andando, en el cercano barrio de la Rochapea. Allí reside también Milagros Alonso, de 64 años, toda la vida en el barrio: “Al principio había inundaciones constantes. La última grande, que yo recuerde, fue en 2013. Lo normal es que cada vez se inundaran los garajes y comercios de la calle Errotazar, con mucho barro. Desde entonces no ha habido más inundaciones que llegaran aquí”. Precisamente ese año se realizó la infraestructura que, en pleno proceso de construcción, vivió una de las riadas más grandes del último siglo. Se llevó por delante árboles recién plantados, aunque luego fueron repuestos. “Los técnicos municipales nos dicen que la zona ha mejorado mucho en cuanto a inundaciones, que ahora tiene mucho más drenaje natural”, señala el concejal de Urbanismo.

Giuliana Cascella, en la huerta donde aplica técnicas de permacultura.

La zona mantiene muchas antiguas casonas de familias hortelanas: Casa Soto, Casa Arraiza, Casa Beroiz, Casa Irujo… El Consistorio planea proyectos para varias de ellas. Casa Gurbindo formó parte del proyecto original: “Tenía tres plantas estrechas, pero había que subir una para que no sufriera inundaciones y la dejamos en dos. Es un centro de interpretación de la agricultura y ganadería. En el centro hay un árbol de acero que aguanta la claraboya y los cimientos del segundo piso. El resto es madera. Tiene las instalaciones en el techo para que no se dañen si se inunda. La casa y los edificios adyacentes están elevados y, por debajo, tienen agujeros de filtración para que las riadas pasen por ahí”, explica Arcos.

Ahí tienen su sede dos asociaciones sociales, Gure Sustraiak (“nuestras raíces”), un centro ocupacional para personas con discapacidad, y Fundación Gizain, que trabaja con jóvenes que han pasado por justicia juvenil. David Lande es el coordinador de la primera entidad: “Trabajamos con las huertas y los animales, para enseñar a los chavales cuestiones sobre la alimentación sostenible y la producción ecológica. La idea es capacitar a personas con discapacidad en estos campos”. La casona de al lado alberga un taller ocupacional municipal y a Elkarkide, una asociación que usa la agricultura para enseñar un oficio a los jóvenes. Pronto, la cooperativa Landare gestionará otro espacio para producir en ecológico.

Iván Flamerique, encargado de las huertas de ocio.

Además, hay 60 huertas de ocio municipales que se sortean para periodos de ocho años —de 80 a 120 metros cuadrados por un alquiler de unos 400 euros anuales—. “Han tenido mucho éxito, la lista de espera es de 160 personas. Yo los ayudo a llevarlas y les doy talleres”, comenta Iván Flamerique, el encargado. Una de las agraciadas es Giuliana Cascella, enfermera de 41 años: “La llevamos entre dos amigas. Usamos permacultura, similar a la agricultura regenerativa. Cultivamos de todo: fresas, ajetes, lechugas, borrajas, calabacines, tomates, plantas aromáticas… Para mí no es ocio, es autoconsumo”. A su lado, Carmen Díaz, jubilada de 70: “Esto es muy entretenido, más laborioso de lo que parece, hay que tener tiempo para venir tres o cuatro veces por semana, pero también es muy satisfactorio. Ahora mismo estoy sacando medio kilo de espárragos al día”, dice orgullosa.

Los grandes proyectos también generan resistencias y Aranzadi no es una excepción. Muchos vecinos criticaron que se eliminaran huertas tradicionales para crear el bosque de crecidas y que el resto fueran expropiadas por el Ayuntamiento. Almudena Beroiz, de 49 años, vivía junto a sus padres y sus tres hermanas en Casa Beroiz: “Mi padre, Agustín, fue el primero que se pasó a la producción ecológica. Para él, tener que dejar la casa fue un auténtico drama”. Recuerda que cada año debía lidiar con las inundaciones: “Cuando entraba el cauce nos poníamos las botas y achicábamos el agua”. La casona se la otorgaron a Elkarkide, pero ante la falta de fondos permanece cerrada. “Me parte el alma verla así”, dice.

Recuerdos similares tiene José Mari Arzoz, de 84 años, que también nació en Aranzadi, en la llamada Casa del Cubano: “En 1952 hubo una riada enorme, subió más de metro y medio y dañó huertas y árboles”. Los periódicos del día siguiente mostraban gente yendo en barca por la urbe. En su opinión, el parque no ha mejorado con el proyecto: “Ha cambiado para peor. El Ayuntamiento fue expropiando las huertas hasta que se quedó con todo el barrio. Aunque por suerte no ha habido especulación”. También se quejan Ander Landaburu e Iñaki Rey, de la asociación vecinal Arga de Txantrea (otro de los barrios ribereños): “El parque lo hicieron sin demanda social, los agricultores no se quejaban de las inundaciones, y han hecho un proyecto sin participación de los vecinos”.

Jesús Arcos, jefe de obra del proyecto de Aranzadi, sentado en las costillas del primer puente del proyecto, que sirven también como mesa de merendero.

En la postura opuesta, la catedrática de Paisajismo de la Universidad de Virginia Elizabeth Meyer: “Mi fascinación por esta obra se debe a la manera en que la construcción y percepción de la naturaleza de este parque es un medio para repensar el ámbito público como un sitio eminentemente social. Las relaciones entre los ciudadanos ocurren en el marco de unas tensiones ambientales como sequía, inundaciones (…) El parque de Aranzadi responde con la especulación en el diseño de nuevas formas de construir, percibir y vivir en el ámbito público como un espacio de apariencia de eso que compartimos, la interdependencia de la vida humana y no humana presente en el ámbito húmedo disputado y fluctuante de los márgenes de los asentamientos y los canales”.

El diseño ha recibido varios reconocimientos internacionales: fue finalista en la Bienal Internacional de Paisaje de Barcelona de 2014, en la Bienal Internacional de Róterdam de 2014, y seleccionado en la categoría Ciudad y Paisaje de los premios FAD de 2014, así como premio AZ Award de la revista Azure como mejor proyecto de paisajismo en 2016. “Ha sido un proyecto muy importante que muestra un nuevo camino, abrir una vía temporal adicional para un río urbano”, señala Alday.

Joxe Abaurrea, concejal de Urbanismo de Pamplona, pasea con su bici por el bosque de crecidas de Aranzadi.

El arquitecto comenta que los holandeses llevaron a cabo una gran iniciativa, Room for the River (sitio para el río), que buscaba crear llanuras de inundación en sus cuencas. “Uno de los proyectos más importantes es el de Nimega, que es una versión de Aranzadi a gran escala, pero realizado ocho años después. Uno de los directores, Dirk Sijmons, nos pidió que expusiéramos Aranzadi en la Bienal de Arquitectura de Róterdam de 2014, diciéndonos que los holandeses eran expertos en inundaciones en el territorio, pero nosotros éramos los expertos en inundaciones en el espacio público. Su proyecto tenía el mismo concepto de abrir una vía temporal al cauce”, añade.

La vecina Mercedes Alonso resume con una frase las dos posturas: “Me dio pena que se perdieran las huertas históricas, pero la verdad es que ahora está mucho mejor para pasear entre los árboles, es un parque muy bonito y está adaptado para todo el mundo”.

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Sobre la firma

Miguel Ángel Medina
Escribe sobre medio ambiente, movilidad —es un apasionado de la bicicleta—, consumo y urbanismo, entre otros temas. Licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense, ha publicado el libro ‘Madrid, preguntas y respuestas. 75 historias para descubrir la capital’. 
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