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Columna
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La palabra banquete

Una comida que no quiere satisfacer sino abrumar, proclamar que el que la ofrece tiene tanto tanto que ofrecer

Martín Caparrós

El hombre me invitó a un banquete. Yo creo que nunca antes me había topado con nadie que dijera esa palabra en serio pero, dadas las circunstancias, tampoco terminó de sorprenderme. Corría 1991 y dos días antes había volado más de 20.000 kilómetros desde Buenos Aires: la China, entonces, era un molusco raro que empezaba a abrir su concha, y yo quería conocerlo. No era fácil, en esos días, entrar allí, y menos para un periodista. Así que cuando empecé a pensarlo hablé con el jefe de Xin Hua, su agencia oficial de noticias, en la Argentina, para pedirle los permisos pertinentes. Le di una lista de las cosas que quería conocer —las más inocentes que se me ocurrieron, un estudio de cine, una escuela, una fábrica de lo que quisieran— y me dijo que sí, que cómo no, que sus colegas me recibirían en Pekín. Uno de ellos era el hombre que ahora me invitaba a un banquete. La palabra, es obvio, me hizo agua la boca.

La palabra banquete es una de esas que empiezan significando blanco y terminan que negro, empiezan por bajo y terminan que alto: las hay, y quizá podríamos llamarlas autoantónimos, si no fuera que no es necesario agregarle fealdad a la lengua; ya tiene suficiente. Pero es así, se contra-dice: viene del italiano banchetto, banquito, y se decía de un bocado ligero, un tentempié —qué maravilla la palabra tentempié— que se comía sin mesas ni maneras, sentado apenas al borde de ese banco. Por un raro birlibirloque —qué maravilla la palabra birlibirloque— cuando el banchetto mudó en banquete perdió toda modestia y se volvió fastuoso: una pitanza muy despampanante, una idea sa de la vida.

Así que, desde el siglo XVI, un banquete fue una de esas comidas donde no importa alimentarse sino atiborrarse de exquisiteces y sofisticaciones, una instancia de autoafirmación. Una comida que no quiere satisfacer sino abrumar, proclamar que el que la ofrece tiene tanto tanto que ofrecer. Desde siempre, un banquete es un espacio para el despilfarro: mostrar que uno tiene mucho más que otros mantiene, desde siempre, un prestigio cerdito. Un banquete, en cualquiera de sus formas, es más para ser contado que comido.

El cambio, si acaso, es que el banquete tradicional suponía llenar la mesa con docenas de preparaciones para que todos vieran y apetecieran el derroche: era una acumulación en el espacio. El equivalente actual, elBulli mediante, se despliega en el tiempo: una comida donde un plato sucede a otro plato y a otro plato y después otro plato y otro plato, donde 20 o 30 golosinas van llegando a la mesa en procesión muy ordenada.

Parece una tontería —y probablemente lo sea— pero también debe ser un signo de la época: la comida simultánea reemplazada por la comida sucesiva, una noción del tiempo de estos tiempos en que hay método y orden y suelen ser ajenos. Los chinos, sin embargo, siguen comiendo antiguo, en el espacio: esas mesas llenas de fuentes, su bandeja giratoria en el centro para que todos tengan a todas, la abrumadora simultaneidad.

Pero aquel “banquete” al que me había invitado mi periodista chino era un error de traducción: un cuarto chico en el edificio enorme de la Agencia, la mesita redonda en el medio, cuatro sillas, unos pocos platos en sus fuentes. Además de mi anfitrión había otros dos chinos que hablaban castellano, viejos corresponsales en Ñamérica. Era enternecedora la nostalgia con que evocaban sus años en Chile, bajo Pinochet: eso sí que era un país que funcionaba. Yo recordé, entonces, que a fines de los setenta chinos y rusos se habían repartido la basura: la Unión Soviética apoyaba a la dictadura argentina, la República China a la chilena —y me callé la boca. Comimos, ni muy bien ni muy mal, dejamos en las fuentes mucha cosa y, tras el reparto de chicles que entonces coronaba cualquier ingesta digna, mi anfitrión me explicó que me había invitado para decirme que no podría hacer ninguna de las notas previstas. Fue un postre amargo: recién llegado a las antípodas me decía que había viajado en vano. Le pregunté por qué; me dijo que no había explicaciones, sólo órdenes. Protesté, amenacé, rogué, propuse. No hubo caso: el censor chino me decía que con todo gusto me llevarían a la Gran Muralla y la Ciudad Prohibida y algún templo y la tumba de Mao y que qué charla tan interesante, qué comida más buena. Sí, le dije, un auténtico banquete —pero creo que él no me entendió. La palabra, para entonces, ya había dado demasiadas vueltas.

Especial Gastro de 'El País Semanal'

Este reportaje forma parte del Especial Gastro elaborado por 'El País Semanal' y EL PAÍS Gastro que se publica el 8 de junio.

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Sobre la firma

Martín Caparrós
Escritor, periodista. Premios Ortega y Gasset, Moors Cabot, Roger Caillois, Terzani, Herralde, entre otros. Más de 50 años de profesión, más de 40 libros publicados en más de 30 países. Nació en Buenos Aires, que lo nombró "Ciudadano ilustre", en 1957; vive en Madrid. Su último libro es 'Antes que nada'.
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