Manuel Jaén: el último artesano de las balanzas romanas en España
El salmantino continúa un legado de más de cinco generaciones: tras más de 30 años, hoy es el último en activo de España.

Afuera hace frío, mucho frío. En el salmantino pueblo de Santibáñez de Béjar no para de llover y los meses de invierno parecen no querer irse. Pero dentro de la fragua de Manuel Jaén (Santibáñez de Béjar, 1970) todo desaparece. Aquí, en la calle de Herreros, 27, donde el tiempo parece haberse detenido —no es una licencia poética, el reloj está literalmente parado—, entre recortes y pósteres de Iron Maiden, AC/DC, Rhapsody y Extremoduro y algunas fotos de sus niñas, Manuel Jaén se dedica a fabricar, reparar y restaurar balanzas romanas. Es el último romanero de España.
Si nadie lo remedia, con el oficio también morirá una palabra —romanero— que el Diccionario de la RAE atribuye en exclusiva al “oficial del matadero encargado de comprobar el peso de las reses”, pero que la tradición y el latín vinculan con quienes construían romanas e incluso con los encargados de vigilar la equidad de los pesos.
Manuel Jaén enseña orgulloso las diferentes balanzas que tiene, en acero, cobre, hierro y latón; para pesar desde dos kilogramos hasta 450; de cesta de castaño y con pilones de piedras del Tormes. Si hace básculas para la sierra de Francia, implementa patrones de su bordado popular; si las hace para Salamanca, pone el botón charro; una remesa que tiene para unos pesqueros de Motril luce caballitos de mar y ballenas. Balanzas de todo tipo y condición. En un momento coge una, la levanta y define: “¿Qué es esto? Pues la máquina más sencilla que pudo fabricar el hombre. Es tan solo la ley de la palanca”.


Ahí, según Jaén, reside la utilidad de esta herramienta: “Es precisa, no consume energía, no requiere casi ningún mantenimiento y siempre va a pesar lo mismo”. Con esto último se refiere a los cambios que pueden alterar el pesaje de las básculas electrónicas o los dinamómetros, que variarán dependiendo de la intensidad del campo gravitatorio. “Un kilo de trigo no pesará lo mismo con una balanza electrónica en la playa que en la sierra. Con una romana sí”, apostilla. La romana compara masas, sus rivales electrónicas comparan fuerzas. De nuevo, física pura.
No es fácil ser el último. Ni en las oposiciones, ni en los 100 metros lisos ni en la cola de la frutería, pero Manuel, el último de la profesión familiar, lo lleva con la cabeza muy alta y su carrera de fondo dura ya más de 30 años. Y no es para menos, porque la familia Jaén lleva en esto —como mínimo— cinco generaciones. “Como poco desde mi tatarabuelo se hacen romanas aquí en Santibáñez, y creemos que su padre le enseñó. Como él hizo con mi bisabuelo Pascual, luego este con mi abuelo Manuel, después con mi padre Gabriel y mi tío Rafael, y por último como ellos hicieron conmigo”, asegura. Lo dice desde el pie de rey en el que trabaja, presidido por un retrato de su padre en el mismo taller. Durante la conversación lo recordará otras muchas veces.
“Mi éxito como romanero es, y ha sido, por todo lo que me enseñó mi padre”
Gabriel Jaén, fallecido en 2008, fue huérfano de madre con 12 años, en plena posguerra, sacó a su familia adelante vendiendo romanas de pueblo en pueblo viajando con arrieros y trajineros. Lo que le ha permitido a Manuel conservar clientes a los que vendió su abuelo. Por eso procuró, resalta el propio romanero, que su hijo tuviera una buena educación. Manuel salió del pueblo con 14 años, estudió Electrónica Industrial e Ingeniería Informática, realizó el servicio militar y las prácticas en Telefónica, y cuando estaba preparando las oposiciones se privatizó la empresa de telecomunicaciones. Al mismo tiempo su tío, el último que quedaba en la fragua, se jubiló, por lo que decidió volver al pueblo. “Salir fuera me aportó muchísimo, todo lo que aprendí, el dibujo técnico, los programas informáticos y demás lo apliqué en mis primeros proyectos en el taller. Diseñé piezas nuevas y adapté otras para facilitar el trabajo. Fue un salto cuantitativo muy grande. Tripliqué las ventas de mi padre en menos de un año”, relata mientras camina por el taller sacando las piezas viejas y las nuevas para ver la diferencia. Sin embargo, asegura: “Mi éxito como romanero es, y ha sido, por todo lo que me enseñó mi padre”.



Para enseñar lo bien que funcionan sus modificaciones fabrica una romana que tenía pendiente. Toma el brazo de la báscula. Lo pule. Abrillanta. Dobla. Coloca. Pone los ejes (“lo más importante, no puede haber errores”). Adapta. Revisa. Comprueba. Lima casi imperceptiblemente. Comprueba. Coge el calamón, el gancho y la alcoba (las partes centrales del eje) y los ensarta. Registra todo. Hace las marcas de las medidas. Comprueba. Traslada las medidas con el compás a lo largo del eje. Comprueba. Marca “k” o “g” dependiendo de la medida. Pone el pilón, el peso fijo, y lo cierra. Toma las cadenas y el plato. Los anilla. Lo une todo. Comprueba. Y por último, cuelga del gancho la báscula, toma los pesos matriz y hace varios pesajes. Sonríe y atestigua: “Ni una sola marca en todo el eje falla”.
Así, en un momento. Lo hace parecer hasta fácil. Se ríe por ello y dice que “eso no es nada”, que cuando era más joven podía hacer 4.000 al año, pero que ahora a duras penas hace “mil y pico”. Las vende a través de su página web a ganaderos, agricultores, pescadores, ferreteros, tiendas de artesanía… Y también exporta. “En África he vendido a productores de café y cacao, en países árabes a borregueros sobre todo. También han llegado algunas a Filipinas o Cuba”, relata. Le gustaría exportar más, pero principalmente restaurar. Ha rehabilitado algunas del año 1624 y le han llegado algunas fabricadas por su familia. “En una ocasión tuve que trabajar en una que hizo mi bisabuelo y me encantó porque lucía idéntica a las que hacía mi padre”, menciona.
Manuel se detiene para resaltar que aunque todos los nombres de romaneros mencionados son hombres, no podrían haber trabajado en ello sin sus madres, hermanas e hijas: “El trabajo artesanal es trabajo familiar”. Tiene dos hijas, y aunque pequeñas, dice que están interesadas. Él puede ser el último romanero, pero ellas pueden ser las primeras.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad , así podrás añadir otro . Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.