window.arcIdentityApiOrigin = "https://publicapi.elpais.diariodetocantins.com";window.arcSalesApiOrigin = "https://publicapi.elpais.diariodetocantins.com";window.arcUrl = "/subscriptions";if (false || window.location.pathname.indexOf('/pf/') === 0) { window.arcUrl = "/pf" + window.arcUrl + "?_website=el-pais"; }Perder un hijo. Ganarlo después | Noticias de Cataluña | EL PAÍSp{margin:0 0 2rem var(--grid-8-1-column-content-gap)}}@media (min-width: 1310px){.x-f .x_w,.tpl-noads .x .x_w{padding-left:3.4375rem;padding-right:3.4375rem}}@media (min-width: 1439px){.a .a_e-o .a_e_m .a_e_m .a_m_w,.a .a_e-r .a_e_m .a_e_m .a_m_w{margin:0 auto}}@media (max-width: 575.98px){._g-xs-none{display:block}.cg_f time .x_e_s:last-child{display:none}.scr-hdr__team.is-local .scr-hdr__team__wr{align-items:flex-start}.scr-hdr__team.is-visitor .scr-hdr__team__wr{align-items:flex-end}.scr-hdr__scr.is-ingame .scr-hdr__info:before{content:"";display:block;width:.75rem;height:.3125rem;background:#111;position:absolute;top:30px}}@media (max-width: 767.98px){.btn-xs{padding:.125rem .5rem .0625rem}.x .btn-u{border-radius:100%;width:2rem;height:2rem}.x-nf.x-p .ep_l{grid-column:2/4}.x-nf.x-p .x_u{grid-column:4/5}.tpl-h-el-pais .btn-xpr{display:inline-flex}.tpl-h-el-pais .btn-xpr+a{display:none}.tpl-h-el-pais .x-nf.x-p .x_ep{display:flex}.tpl-h-el-pais .x-nf.x-p .x_u .btn-2{display:inline-flex}.tpl-ad-bd{margin-left:.625rem;margin-right:.625rem}.tpl-ad-bd .ad-nstd-bd{height:3.125rem;background:#fff}.tpl-ad-bd ._g-o{padding-left:.625rem;padding-right:.625rem}.a_k_tp_b{position:relative}.a_k_tp_b:hover:before{background-color:#fff;content:"\a0";display:block;height:1.0625rem;position:absolute;top:1.375rem;transform:rotate(128deg) skew(-15deg);width:.9375rem;box-shadow:-2px 2px 2px #00000017;border-radius:.125rem;z-index:10}} Ir al contenido
_
_
_
_
FAMILIAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Perder un hijo. Ganarlo después

Estoy donde mis padres querían que estuviera cuando decidieron romperse la espalda trabajando en pro de mi persona. Estoy en ese lugar… lejos de ellos

Raquel Ródenas

A los 20 años me sentaba a comer con mi familia y me sentía ajeno a ellos. Hablaban de secadoras y aceitunas, cantaban gritando demasiado y yo me sentía de otro mundo. Lo rocambolesco del caso es que esa distancia entre los míos y yo era el resultado de un plan que, al parecer, había resultado.

Mis padres fueron unos currelas como tantos otros miles de catalanes. Gente sin estudios que se levantaba temprano para ir a trabajar para ganar lo justo e ir tirando. Y en casa, como en tantas otras miles de casas, se hizo lo imposible y más para intentar superar esa condición de los de abajo. Identificaron rápidamente que el conocimiento podía ser el ascensor social más rápido y trabajaron hasta la extenuación para garantizármelo. Lo hicieron tanto y tan bien que años después —y gracias también a la educación pública— pude convertirme en el primer universitario de la familia. Conocí entonces (y no antes) la obra de Chéjov, el cine de Agnès Varda y los ensayos de Berger. En esto de estudiar me acompañaron mis primas y primos, que estaban haciendo exactamente el mismo viaje en sus propias familias nucleares. Nuestros diplomas de graduación fueron una recompensa al esfuerzo no solo de nuestros padres sino de las generaciones que les precedieron. Porque sí, cuando mis abuelos vinieron a Cataluña para trabajar en las minas de sal de Sallent estaban pensando exactamente en esto; no solo en su propia supervivencia, sino en la posibilidad de brindar una vida mejor para los que vinieran detrás. Y los que vinimos fuimos nosotros.

Sería apropiado preguntarse si ser esos universitarios que ellos proyectaron en nosotros ha venido acompañado de la vida que ellos pensaban. Lo que es innegable es que un servidor a día de hoy se gana bien la vida sin meterse a 50 metros bajo tierra a buscar sal. Lo es también que tengo unas comodidades de las que ellos no pudieron disfrutar. Unas comodidades tales como salir a comer de restaurante, irse de vacaciones por ahí o comprar pistachos porque sí, porque están ricos.

Podríamos decir entonces que, al final, el plan fue satisfactorio: Estoy donde mis padres querían que estuviera cuando decidieron romperse la espalda trabajando en pro de mi persona. Estoy en ese lugar… lejos de ellos. Porque con todo eso de ascender, de estudiar y de adquirir comodidades, mis padres perdieron un hijo. Todo lo que lucharon para que yo avanzara se convirtió, sin duda, en distancia entre nosotros. A cada página de literatura rusa un metro más de separación. A cada película de la Nouvelle Vague, a cada ensayo filosófico. A cada chorrada pretendidamente intelectual, más y más metros de distancia.

Y de pronto tienes 20 años, te sientas a comer con tu familia y perteneces a otro mundo. Te sientes incómodo entre los tuyos y mal contigo mismo.

Afortunadamente, todo pasa. Tardas un tiempo en descubrir que esa soledad es tan solo una sensación transitoria porque precisamente lo que tienes —y no todo el mundo puede decir lo mismo— es una familia que te arropa. Tienes una familia en la que saben cómo arreglar el motor de una secadora, cómo macerar aceitunas y cómo hacer arroz con leche. Tienes una familia que duerme en la sala de espera del hospital cuando te operan. Una familia que canta a ritmo de botella de anís en navidad, que cuenta chistes malos para morirse de la risa y que —por supuesto— te dice que te quiere sin venir a cuento de absolutamente nada. Tienes, en última instancia, a unos padres capaces de renunciar a su propio hijo por el bien de este. ¿Acaso no vale ese sacrificio el mayor de los respetos? En cuanto te das cuenta de esto tienes casi 30 años y El jardín de los cerezos te importa una mierda. También los ensayos de nosequé y la película sesuda de nosecuántos. Sientes entonces las comidas familiares como un bálsamo, abrazas el mundo del que vienes como un hogar irrenunciable y acortas la distancia que te separa de los tuyos a golpe de besos, mimos y cuidados.


Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad , así podrás añadir otro . Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_