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OBITUARIOS
Columna
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Joan de Sagarra: adiós, maestro (aunque no quisieras serlo)

A menudo ácido y huraño pero capaz de una insospechada ternura, el crítico y cronista deja una larga serie de textos excepcionales y una enorme influencia en el periodismo y la escritura contemporáneos

Joan de Sagarra
Jacinto Antón

Había que ver cómo se ponía Joan de Sagarra cuando le llamábamos maestro y le decíamos lo que habíamos aprendido de él, tanto. Como una hiena se ponía, incluso dejaba entrever los colmillos levantando los labios. Mira que podía impresionar Joan cuando se enfadaba. Le gustaba ser malote y masticar el puro como si te comiera el hígado. Entrecerraba los ojillos chispeantes que parecían los de un feroz jabalí a punto de cargar y a ti te temblaban las piernas (y ya cuando lo conocías más hacías ver que te temblaban, lo que a él le encantaba). Individualista, electrón libre, polemista, a contracorriente, a menudo ácido, huraño, misántropo y displicente excepto con los amigos, Sagarra, fallecido el viernes a los 87 años, podía ser antipático e intratable, hasta cruel, cuando quería, y de hecho generalmente desplegaba a propósito lo peor de sí mismo los primeros cinco minutos de cualquier encuentro o conversación, seguramente como medida defensiva: cavaba una línea de trincheras, supongo que para evitar que le hirieran o se le acercaran demasiado. Algo freudiano habría ahí.

Mucha gente se quedaba a las puertas de su personalidad y algunos le odiaron —un actor llegó a escupirle en la calle por una crítica particularmente dura—. Pero si lograbas pasar ese acerbo despliegue preventivo encontrabas una personalidad desbordante de conocimientos, humor, sensibilidad y capaz de un afecto extraordinario, que por lo mucho que lo racionaba tenía mayor valor, como la lágrima de Ahab. Había en él, que podía ser tan venenoso y hostil, una inesperada ternura (imagino a Josep Maria Flotats alzando una ceja, o no). Collonades, chorradas, diría el propio Joan.

La última vez que lo vi fue hace unos meses en la terraza del Sandor donde quedamos con el editor José Ramón de Camps para poner hilo a la aguja de la reedición en Carbrame del libro de su padre, Josep Maria de Sagarra, sobre los pájaros y del que Joan se empeñó en que yo hiciera el prólogo. Estaba estupendo, genio y figura, y nunca imaginé que no volveríamos a vernos. Me suministró todo tipo de material sobre su familia (en una bolsa de la librería Jaimes) para que escribiera el texto, y me encomendó leer las memorias de su padre. Su conversación, llena de impagables anécdotas, fue un precioso repaso por todos sus intereses y recuerdos. Muchas veces sucede así: que no sabemos que estamos viviendo una despedida. Que además fuera con aves la vuelve extrañamente alada. Cuando se marchó —le vino a buscar su nieta—, nos abrazamos.

Le llamábamos maestro, decía, y lo fue de todos nosotros, de toda una generación de periodistas y escritores más jóvenes que leíamos con devoción sus crónicas y críticas, escudriñándolas para descubrir los secretos de esos escritos excepcionales que escapaban a toda definición, a toda regla. Inclasificables, impredecibles, inimitables. Mundanos, íntimos, inteligentes, irónicos y emotivos los textos de Joan (siempre tan largos y difíciles de cortar, recuerdo una pieza sobre la integral de Le soulier de satin de Claudel por Vitez en Aviñon que me hizo sudar sangre para encajarla en el papel) nos enseñaron a escribir con audacia, con ambición, con intención y con estilo. Demostraban que para escribir era imprescindible disponer de un gran bagaje cultural, sólido, y de un mundo propio hecho de lecturas y experiencias.

Joan tuvo un peso decisivo en la sección de crónicas de la redacción barcelonesa de El País, su influencia nos catapultó a muchos a tratar de escribir diferente, sin cortapisas, y con un uso del yo que a él le salía de manera natural, pues si algo no era es modesto. Fue sin duda —lo hablamos mucho con Agustí Fancelli, que tantas cosas compartía con el mundo francés e italiano de Sagarra (para mí era más Shakespeare, Kantor y Larry Durrell)— nuestro maestro. Maestro Sagarra se atrevió a titular Agustí su deliciosa crónica de la entrega de la medalla de oro de Barcelona. Y ahora que ya no está para enfadarse y mandarnos a la mierda se puede decir alto y claro. Nunca alguien que quiso ir tan solo y reivindicó tanto su peculiaridad e independencia tuvo tanta influencia y ejerció tanto magisterio. Mal que te pese, Joan, somos tus herederos, y te quisimos.

En un repaso de urgencia de sus artículos he ido a topar con uno en el que se definía como “pedante y descortés” y sostenía que le importaba “un pimiento que se hable o no de mí, ni bien ni mal”. En otro perseveraba en “la fea costumbre de dar el coñazo con mis citas en francés”, y en uno más escribía que le gustaría “morir en Nápoles, napolitano, en una vieja finca de Posillipo, de repente, jugando al póquer y oliendo un jazmín”. Pero me quedo con aquella columna en la que visita al viejo Copito de Nieve moribundo —él siempre lo llamó por su nombre original, Nfumu Ngui—, y ve en el gorila albino su propia imagen y la de todos nosotros rematando el texto con una conmovedora reflexión existencial. Lo tituló La despedida. Adiós, maestro, adiós Joan.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.
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