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HAMBURGUESAS
Columna
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La hamburguesa clásica está en peligro de extinción: Odio eterno al ‘burger’ moderno

La decadencia de la hamburguesa, quizás, comenzó por el pan. “Si algo funciona, mejor no tocarlo”, dicen… No me imagino hacer una paella con quinoa, pero con el pan de las hamburguesas nos hemos atrevido a todo

Hamburguesa con queso

Hace veinte años las hamburguesas eran jugosas, se pedía el punto de cocción y uno de sus principales valores diferenciales era el gramaje: desde los 180 hasta más de 300 gramos, pero sin llegar nunca a tamaños absurdos e intratables para un ser humano. Pedir mayonesa o mostaza era una osadía que pocos nos atrevíamos a cometer, y que tu hamburguesa llevase un huevo a la plancha era ya una muestra de vanguardia. El pan, el de siempre: bollo clásico con sésamo y la estructura justa para equilibrar la grasa de la carne. Hoy, encontrar esa delicia es más complicado y quizás habría que empezar a considerar incluirla en un catálogo de comidas en peligro de extinción.

Carne en calceta, que la coma quien la meta. Así rezaba un proverbio que mi abuela repetía con frecuencia ante los chorizos y otros embutidos de la carnicería, y que extendía con sabiduría popular a la carne picada, las albóndigas y las hamburguesas. Por eso, siempre pedía que la carne se picara al momento, seleccionando personalmente las piezas de ternera que quería en su mezcla.

Y sí, comía hamburguesas o lo que mi abuela llamaba filetes rusos: carne jugosa, bien sazonada, con su punto de grasa, un poco de pan rallado para hacerla rendir más, y que no faltase ajo y cebolla. Más allá de eso, mi experiencia con las hamburguesas era casual. Algún fin de semana podía caer una, pero no fui un niño de Happy Meal. Aun así, recuerdo cuando llegué a Madrid para estudiar y, en el formador y maravilloso barrio de Argüelles, descubrí las hamburguesas de Don Oso, o más tarde, la experiencia de una gourmet de Alfredo’s: lugar ideal para una primera cita si tenías los bolsillos vacíos.

La decadencia de la hamburguesa, quizás, comenzó por el pan. “Si algo funciona, mejor no tocarlo”, dicen… No me imagino hacer una paella con quinoa, pero con el pan de las hamburguesas nos hemos atrevido a todo. Primero, le quitaron el sésamo, un verdadero sacrilegio para los devotos de ese ritual de retirar las semillas una a una, casi como un preludio antes de morder. Luego, las masas se fueron modificando para incorporar más azúcar y grasa a una receta ya bastante saturada. Sí, hablo del maldito brioche: pura redundancia gustativa y saturación extrema de las papilas. Cabe recordar que una de las estrategias de las industrias alimentarias es volvernos adictos a sus productos, jugando con nuestro umbral de saturación en lo graso, lo salado y lo dulce, llevándonos hasta el límite sin superarlo, lo que se conoce como el punto de Bliss.

También vino el fenómeno de comer hamburguesas con guantes, como si se tratara de una intervención quirúrgica. Pero la virtud de cualquier buen bocadillo—y sí, la hamburguesa lo es—es que se mantenga firme, que puedas disfrutar de su interior sin convertir tus manos en un campo de batalla. Comer con guantes, salvo excepciones, es una profilaxis innecesaria: besar con un folio entre los labios o bañarse en la playa yendo vestido de cabeza a pies. Todo esto, por supuesto, incentivado por el tsunami de salsas y el auge de jeringuillas pinchadas en el pan, que son más performance que otra cosa.

Otro paso hacia el abismo fue la aparición de la hamburguesa travestida. A primera vista parece una hamburguesa, pero en realidad se presenta disfrazada, acumulando ingredientes en una especie de carnaval culinario: tarta de queso, Pantera Rosa, Oreo, galletas Lotus, Doritos… Combinaciones que, salvo por la fiebre de la foto “viral” o un gusto gastronómico carente de rigor, jamás cruzarían por la mente de alguien en pleno juicio a no ser que fueras representante de estas marcas y buscaras hacer promoción.

Y lo que ha puesto en peligro el ecosistema de forma definitiva es la smash burger. Nacida hace unas décadas en Estados Unidos—cuentan que en un local de Kentucky alguien aplastó una hamburguesa con una lata y se obró el milagro—, se trataba en origen de una pieza de pescuezo de vacuno totalmente aplanada y torrefactada en plancha. Da igual si dices que es de Angus, de negra avileña o de Riotinto; lo que importa aquí no es la carne, sino la técnica del caramelizado y la reacción de Maillard extrema. Jugosidad y punto de cocción, descartados. Y para más inri, cada uno de estos discos de carne pesa entre 70 y 90 gramos, pero se pagan como si fueran hamburguesas tradicionales... o más.

Vivimos en un ejercicio de forma por encima del fondo. Donde lo único que importa es el resultado final, sin importar el camino recorrido. La hamburguesa ha dejado atrás aquello que la definía y se ha convertido en otra cosa: más fotografiada, más “likeada” y, sobre todo, más espectacular. Un ejercicio de marketing transformador que ha elevado las hamburguesas de locales ya mencionados al rango de clásicos culinarios, al nivel de los huevos fritos de Lucio o el Cap i pota del Pinocho.

Sé que muchos de los que leéis esto no estaréis de acuerdo. Os gustará ese tipo de comida o, quizás, sois socios de algún Bosco/Goyo/Cayetano que recién salido de una prestigiosa universidad y, como regalo de fin de carrera ha montado un nuevo local de burgers “diferentes” que, en el fondo, son exactamente iguales. Pero a mí, solo me queda emular a aquellos que en los 2000 clamaban contra el fútbol moderno y proclamar desde esta tribuna: Odio eterno al burger moderno.

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