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El evangelio según Raúl Vera: “No tenemos la bendición de Dios ni de la Virgen de Guadalupe siendo injustos con los migrantes”

El último obispo rojo de México, eterno candidato al Nobel de la Paz, recuerda a su viejo amigo el papa Francisco, habla de su labor con los desamparados y ajusta cuentas con la Iglesia católica, los distintos gobiernos mexicanos y Trump

Raúl Vera, obispo rojo de México
Alejandro Santos Cid

Los hábitos de Raúl Vera se manchan a menudo de tierra y carbón, quién sabe cómo le hará luego para sacarle esos desteñidos negro tizón a los blanquísimos vestidos de dominico. Es más fácil verlo a pie por las minas de Coahuila que por los palacios del poder mexicano. Como obispo de Saltillo visitaba con costumbre aquella esquina del mundo a espaldas de la frontera, tan pobre y tan maltratada, donde para ganarse las tortillas hay que descender al subsuelo a rascar mineral. Cuando explotó la mina de Pasta de Conchos, allá por el 19 de febrero de 2006, fue a dar cristiano consuelo a los familiares de los 65 muertos. Aquello era jurisdicción de la diócesis de Piedras Negras, pero los tecnicismos le importaban poco. Y mira que el otro obispo le avisó: si no celebras la misa conmigo, no te molestes en aparecer. Pero, pobre de él, aquel sacerdote se había alejado de los caminos del señor por el pecado mortal de “estar del lado de la empresa”, Grupo México, en lugar de con los trabajadores, lamenta Vera. Así que se le ocurrió un truco, dice como niño travieso: al año del accidente, ofició una misa para las familias de los mineros a las puertas del pozo, pero no el día del aniversario, no, sino la noche anterior, a las 23.00. Claro, la liturgia se alargó hasta las dos de la madrugada y el de Piedras Negras se enfadó. “Tampoco me remordió la conciencia de nada”, se carcajeará Vera un par de décadas después.

Justo allá, en el pueblo minero de Barroterán, pasó la Semana Santa el obispo emérito de Saltillo. Ahí se enteró de la muerte del papa Francisco, un viejo amigo al que esperaba volver a ver este junio, cuando viaje al Vaticano a celebrar medio siglo desde que fue nombrado sacerdote y, de paso, su 80º cumpleaños. Con Francisco tenía una relación especial: “Nos caímos bien desde la primera vez que lo saludé y por asuntos de Iglesia tuve tres audiencias personales con él”. Como Vera, el papa argentino “era interesadísimo por los pobres”. La última vez se vieron en el Vaticano en 2023 y, como siempre, discutieron sobre “la situación que vivíamos en México con el tema de derechos humanos”. Vera le hablaba de feminicidios, de la guerra sucia, de migrantes y desaparecidos, de la falta de justicia social en su país. El santo padre escuchaba y, espantado por lo que le narraba su compañero de hábitos, una vez llegó a decir que el diablo le traía bronca a México.

Estos días en que a muchos kilómetros de Saltillo un cónclave vaticano sopesa el futuro de la Iglesia católica, Vera se pregunta desde la lejanía que nuevo rumbo tomará la institución después de Francisco: “Él nombró a la gran mayoría de cardenales, vamos a ver por dónde se van en la elección del papa. Si hay una continuidad en sus valores, creo que podemos llevar a que la Iglesia sea un referente. Francisco tuvo una mentalidad referente, venía del tercer mundo”. La Historia que acabará en los libros de texto se está escribiendo en Roma y habla de la fábula de Jorge Mario Bergoglio, un argentino humilde que escaló de jesuita raso a arzobispo en Buenos Aires y más tarde, en un giro de guion inesperado, a pontífice preocupado por la desigualdad en la tierra, los migrantes o el medioambiente. Su figura tuvo algo rompedor en el inmovilismo eclesiástico, pero también fue un hombre que estuvo en contra del aborto, decía que la homosexualidad no es delito, pero sí pecado, o que “la ideología de género es de las colonizaciones ideológicas más peligrosas”.

Vera, la última gran figura en América Latina de la teología de la liberación, aquella corriente casi extinta que creía que la fe brotaba en los arrabales más que en las basílicas, siempre estuvo más a la izquierda. “Los que dicen que el homosexual es un enfermo son los que están enfermos”, dijo una vez —eso sí, el aborto ya es otro asunto. Lo llaman el obispo rojo, el cura obrero. Juan Pablo II lo nombró en 1987 obispo de Ciudad Altamirano, en la Tierra Caliente de Guerrero, “una diócesis pobre” en una región campesina que comía de cultivar amapola para el opio. “Por su pobreza se complicaban con los narcos, sembraban y exportaban droga, y era muy triste. Eran personas nobles y si no sembraban la droga les quitaban la tierra y les podían matar”. En aquellos años en la montaña de Guerrero se cocían las guerrillas, las organizaciones indígenas que hablaban de recuperar la tierra, pero finalmente fue más al sur, en Chiapas, donde estalló todo.

En 1994, el Ejército Zapatista bajó de las montañas para declararle la guerra al Estado. La batalla fue corta y la negociación larga. A la mesa, como uno de los mediadores, se sentó Samuel Ruiz, el obispo de San Cristóbal de las Casas, un cura indigenista, un sacerdote díscolo más centrado en practicar el evangelio que en recitarlo, en asesorar a los campesinos a crear cooperativas o alzar la voz contra los paramilitares. Un verso suelto que no gustaba en el episcopado mexicano. Y allí que enviaron a Vera para que lo metiera en cintura. Claro: salió mal. “El nuncio fue capaz de decir delante de mí: ‘Ahora sí, Samuel Ruiz se queda como florero en el rincón’, así lo dijo, y no lo dije, pero lo pensé: ‘Conmigo no va a pasar eso’”. Se convirtió a la causa: “Los indígenas nunca fueron criminales, era la justicia lo que los movió a levantarse”. Avaló a Ruiz, “y eso no me lo perdonaron”.

Raúl Vera en Ciudad de México.

La Iglesia lo castigó de la manera más original que encontró: del verde brumoso de las montañas de Chiapas lo destinó al desierto pelado de Coahuila. Ni modo, Vera no se inmutó: siguió haciendo lo suyo. “Allá eran los indígenas, acá fueron los migrantes, los mineros, la defensa de las mujeres violadas por el Ejército, la defensa del territorio, los desaparecidos, los torturados en las cárceles”. El tiempo puso en su lugar a los dos indisciplinados sacerdotes: Vera, candidato eterno al Nobel de la Paz con línea directa con el Vaticano; Ruiz, más de lo mismo, fue honrado por el papa Francisco durante su única visita a México.

La Iglesia mexicana fue más lenta que ellos. Quizá también la sociedad. En Coahuila, un Estado conservador, los fieles de rosario y misa diaria nunca le perdonaron que abriera las puertas del templo a migrantes, prostitutas, madres buscadoras y demás caterva de desarrapados. Le tocó la travesía por el desierto de los años en que Los Zetas, profesionales del salvajismo, sometieron a la región a base de balazos, decapitaciones y cuerpos disueltos en ácido, sin levantar tan solo un pestañeo entre la ceguera selectiva de los gobernadores priistas de la época, el moreirato de los hermanos Humberto y Rubén Ignacio Moreira entre 2005 y 2017.

En aquella época sufrió más de una amenaza, más de un atentado también, que lo hacían bromear con que el único lujo que le pedía a sus superiores era un carro con buen motor para cuando tocara salir a la carrera. El cambio siempre se hace de rogar, pero este año, y aunque tímidamente aún, la Iglesia mexicana comenzó a predicar con las enseñanzas de Vera. La institución ha subido el tono contra la violencia que descompone el país, ha urgido a la presidenta, Claudia Sheinbaum, a tomar medidas e incluso ha comenzado a dialogar con su Gobierno.

Uno pregunta: ¿por qué ha tardado tanto la Iglesia en reaccionar, padre? Y a Vera, como buen cristiano, no le tiembla la mano para repartir culpas: “El penúltimo presidente de la Conferencia Episcopal era arzobispo de Monterrey [el monseñor Rogelio Cabrera] y allí el trato es con puros adinerados, pero no es nada más el único que tenía la culpa. La tónica del episcopado mexicano siempre fue conservadora y tuvo una infección en la que el papa Francisco ha insistido con toda claridad, que se llama clericalismo, una concepción de grado de nobleza, vamos a decir, que coloca al sacerdote por encima de los demás cristianos”. ¿Y qué ha cambiado ahora, padre? “Es que ya no hay otra, hay mucho sufrimiento. La perversión de los políticos y el acoplarse a las estructuras del crimen organizado es una cosa muy delicada. Si somos pastores, ¿cómo vamos a estar callados? No podemos, nos hacemos cómplices”.

Entre sus muchas causas, erigió un albergue que ha dado refugio a decenas de miles de personas en su camino hacia Estados Unidos. México siempre fue difícil de cruzar, pero ahora que Donald Trump ha nombrado a los migrantes como enemigo público número uno, más aún. “No es una persona normal el señor Trump, es anormal, está mal de la cabeza. No ve la realidad”, niega nerviosamente, “no sé qué les pasa a los norteamericanos, creo que Estados Unidos va a acabar mal y los mexicanos vamos a padecer porque estamos colgados de ellos”. Dice Vera que López Obrador “no fue todo lo que hubiéramos querido, pero sí creó una visión muy diferente del PRI”, y que espera que Sheinbaum profundice allá donde su mentor no lo hizo, porque “todavía falta muchísimo, muchísimo, por hacer”, enfatiza.

Raúl Vera durante una entrevista para EL PAÍS.

¿Vive México en pecado, padre? “Moralmente, desde el punto de vista teológico, no tenemos la bendición de Dios ni de la Virgen de Guadalupe siendo muy injustos con los migrantes. Si nos plegamos a las irracionalidades de Trump, la señora [Sheinbaum] lo dará por diplomacia, pero no nos estamos portando bien”. Y uno puede imaginarse la respuesta, pero pregunta igual. ¿En estos tiempos, dónde buscamos la esperanza, padre? “En los pobres, ellos son nuestra salvación”.

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Sobre la firma

Alejandro Santos Cid
Reportero en El País México desde 2021. Es licenciado en Antropología Social y Cultural por la Universidad Autónoma de Madrid y máster por la Escuela de Periodismo UAM-EL PAÍS. Cubre la actualidad mexicana con especial interés por temas migratorios, derechos humanos, violencia política y cultura.
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