Dejemos de buscar
El mundo se te entrega cuando renuncias a él. La vida se te ofrece cuando no te interesa


Para encontrar las cosas, lo mismo que para encontrar a las personas, hay que dejar de buscarlas. De ahí que las llaves perdidas aparezcan al poco de que hayamos hecho un duplicado. De ahí también que el adolescente no vuelva a casa el sábado por la noche hasta que sus padres, rendidos, se duermen en el sofá. El hijo pródigo regresa cuando le dábamos por muerto. En fin, que un sábado por la tarde llaman a la puerta y no es Amazon ni son los testigos de Jehová, sino un productor de cine interesado en contratar los derechos de una novela que ni siquiera has escrito para una superproducción de Hollywood, o un notario que viene a comunicarte que eres el heredero de una gran fortuna. El mundo se te entrega cuando renuncias a él. La vida se te ofrece cuando no te interesa. Cabría preguntarse si tú mismo (o tú misma, puto genérico con discapacidad) eres el objeto perdido de alguien que, al doblar la esquina, más que encontrarte, te reencuentra.
Tú, el objeto perdido de alguien, pero ¿de quién? De tu perro, quizá, que al poco de rendirse al desasosiego, escucha la puerta de la casa y percibe el olor característico con el que regresas a las tantas de la madrugada del domingo. No te pierdas los saltos y los gemidos de placer del animal que, si pudiera hablar, te diría lo que un niño a un padre que se fue a por tabaco hace 20 años y se perdió en la trastienda del estanco. ¿Adónde dan las trastiendas de los estancos? ¿Cuánta gente se viene extraviando desde tiempos inmemoriales en sus callejones oscuros, perfumados de nostalgia, con notas de madera, miel y frutos secos? La lucha contra el tabaco, ¿no revela una hostilidad inconfesada hacia el simbolismo del estanco?
Dejemos, pues, de buscar las llaves, de buscar las gafas, de buscar el amor, de buscar a los difuntos en los rostros de aquellos o aquellas con los que nos cruzamos en la calle. Y sentémonos a esperar a que den con nosotros, que ya es hora.
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