Retratados ante el espejo de las guerras de Putin
Las ofensivas del Kremlin contra Ucrania y contra las democracias solo podrán ser desactivadas por una respuesta europea firme, unida y con altura moral


Como Gregor Samsa, una mañana -la del 24 de febrero de 2022- Europa se despertó de un sueño inquieto hallándose transmutada en un insecto monstruoso, uno con el aspecto horrible de la peor guerra en este continente desde 1945, con millones de refugiados y cientos de miles de muertos y heridos. Como en la extraordinaria, misteriosa narración kafkiana, nos hallamos preguntándonos el porqué de la metamorfosis inicial; como en aquella, tanto o más que la inicial importa la que se produce a partir de ahí. Qué ocurre tras la ruptura del orden -el pequeño burgués centroeuropeo de 1915 con su asfixiante concepto de la familia, o el mundial plasmado por la victoria occidental en la Guerra Fría-.
Las negociaciones de paz entre Rusia y Ucrania celebradas ayer en Turquía, las primeras directas en tres años, son un buen momento para reflexionar sobre el sentido de todo esto. Y, en especial, sobre la imagen de nosotros mismos que podemos ver reflejada en el espejo de las guerras de Putin. Conviene el plural, porque hay más de una a la vez.
Como en la obra de Kafka, es difícil responder de forma indiscutible al porqué de la metamorfosis inicial, de la gran invasión. Pero, por mucho que se quiera criticar la ampliación de la OTAN hacia el Este tras 1989, parece correcto observar que cuando todo empezó, en 2014, la entrada de Ucrania en la Alianza no estaba realmente sobre la mesa, y menos aún lo estaba en 2022. Lo que estaba sobre la mesa era una revolución que había tumbado un fraudulento liderazgo prorruso en Kiev y empujado el país hacia Occidente. El motivo esencial del ataque de Putin no es que Ucrania fuera a entrar en la OTAN, sino que -sin duda con manchas y errores- iba rumbo a integrarse en Europa, en convertirse en una democracia, en liberarse de los yugos de Moscú y convertirse en potencial ejemplo de que, en esos lares y con esas tradiciones, se puede construir algo diferente al régimen de Putin -uno que había sufrido fuertes protestas entre 2011 y 2013-. La guerra, tal vez, tiene como principal explicación ser un instrumento de exaltación nacionalista que garantiza el cierre de filas alrededor del régimen, que asegura su supervivencia en su monstruosa configuración.
Esta propuesta interpretativa debería ser tenida en cuenta a la hora de desencriptar el devenir de las negociaciones de paz. Era una promesa infantil poder acabar, como dijo Trump, ese conflicto en 24 horas. Es infantil pensar que se pueda resolver solo con diplomacia y cesiones en la dimensión territorial. Lo que busca Putin es amputar la soberanía de Ucrania, impedir que elija su camino, que se convierta en ejemplo de otra cosa. Sin Ucrania no hay imperio ruso -y es más difícil la continuidad del régimen ruso-. Por supuesto, la ampliación de la OTAN puede ser criticada; pero quienes lo hacen deben poner por delante que negar a un país su derecho a una política exterior y de seguridad significa amputar el principio de soberanía. Significa ceder ante la idea de que una persona abusiva pueda decidir con quién se asocia su pareja o su descendencia.
La interpretación de lo que ocurre debería tener en cuenta también la otra guerra que libra Putin, que es la de sabotaje de nuestras democracias por la vía de la desinformación, del sembrar discordia y caos en nuestras filas. La guerra de Ucrania es solo parte de una amplia ofensiva que pretende debilitar y desacreditar los sistemas democráticos. Una que ahora goza del más o menos voluntario respaldo de un presidente de EE UU con escaso apego a valores democráticos y derechos humanos, por decirlo con suavidad.
Es con este prisma que debe observarse la evolución posterior a la metamorfosis inicial. Como se reconfigura el orden, como reaccionan el padre, la madre, la hermana o el patrón de Gregor. El propio Gregor. Vemos fuerzas que, mimetizadas detrás de ideales, buscan su interés partidista defendiendo una interpretación del pacifismo que ha sido y es sinónimo de arrojar a Ucrania debajo de un autobús en marcha. Todos queremos paz. Pero como demuestra la cita de Turquía, lograrla por la vía diplomática requiere mucha presión sobre Putin. Sin presión muscular, él habría ido directo a la yugular de Kiev.
Vemos también figuras que desaparecen repentinamente de la imagen, como Meloni. Teóricamente convencida sostenedora de Kiev, ya no aparece en la foto, en busca de un quimérico papel de puente entre Europa y EE UU -puente que, como el de otro estupendo relato de Kafka, solo tiene sentido si no se da la vuelta-. Hay otras, como Sánchez, que dan muestra de entender lo que es preciso, pero tienen dificultades para hacerlo y sobrevivir políticamente.
Lo que sería ideal ver en el espejo europeo de Putin son figuras conscientes de que lo que está en juego es un asalto a la democracia, a los derechos humanos y al principio de soberanía que no se disuadirá con mera diplomacia y la cesión de unos cuantos kilómetros cuadrados. Tiene rasgos existenciales, sobre todo después de la llegada de Trump. La terrible inacción de la UE ante las infamias cometidas por Israel, o los espantosos abusos de EE UU en el pasado, no restan un ápice a la legitimidad de los argumentos occidentales en este caso, cosa que otros países democráticos -desde Brasil hasta muchos otros- deberían reconocer de forma más clara aunque tengan razón en señalar nuestros dobles raseros.
La respuesta -la metamorfosis de adaptación al nuevo orden- es muy difícil de ejecutar, pero en sus rasgos esenciales parece bastante evidente. Apoyar a Ucrania y presionar a Putin lo que sea necesario para forzar el Kremlin a parar una guerra bestial que no parará solo con palabras. Reforzarnos para disuadir aventuras futuras de un hombre que ya ha demostrado no tener reparos en lanzar guerras. Claro que no lanzará un asalto contra Polonia. Pero: ¿alguien descarta una incursión en un país báltico que nos ponga a prueba si nos ve divididos y débiles? Quienes razonan en términos maniqueos o no entienden o no quieren entender. Parece prudente mejorar nuestras capacidades, con más material y, además, con más coordinación operativa, y con espíritu de solidaridad intraeuropeo.
Tenemos, por otra parte, que reforzarnos para defender la seguridad de nuestras infraestructuras críticas y, sobre todo, de nuestra democracia. Tenemos que lograrlo sin renunciar a sus valores -como la libertad de expresión-. Toca movilizarse, metamorfosear en el sentido correcto para adaptarnos a un nuevo tiempo. Para no morir, para que no mueran los valores en los que creemos. Esto requiere, entre otras cosas, amplitud de miras, aparcar un rato al menos el angosto cálculo de los intereses partidistas y nacionales.
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