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De una novela de Rafael Chirbes a la película de Celia Rico: finales que son principios

Con una delicadeza infinita la adaptación de ‘La buena letra’ pone el centro de gravedad en las mujeres de la posguerra española

Fotograma de la película 'La buena letra'.
Laura Ferrero

“Si es tan difícil empezar, imagina lo que será acabar”, dicen unos versos de la poeta Louise Glück. Se refería, creo, a la vida, pero vale también para las historias, que tienen infinitos finales, es decir, ninguno. Que siempre están deslizándose, porosas, en fuga, dispuestas a empezar de nuevo. Ocurre así en el desenlace de La buena letra, la última película de Celia Rico.

En los últimos minutos de la adaptación de la novela homónima de Rafael Chirbes, Ana, la protagonista, vestida de riguroso luto e interpretada por una excelsa Loreto Mauleón, se pone al sol. Una luz líquida, espesa, le baña el rostro cubriendo su expresión melancólica. Se queda ahí, en silencio, cerrando los ojos. En la pantalla, la historia parece llegar a su fin, pero, en realidad, la historia está apenas despertando. Acaba de empezar.

Así como vivir es un ejercicio de constante contradicción, escribir es necesariamente reescribirse. En el prólogo a la edición del año 2000 de La buena letra, Rafael Chirbes empieza: “El lector que conozca anteriores ediciones de La buena letra descubrirá que a esta que ahora tiene entre las manos le falta el último capítulo”. En ese breve comunicado, el escritor expresa su deseo de rectificar un final que, en el momento de concebir la historia, creyó que le debía al lector, como si la ficción pudiera ser —que lo es— un consuelo. “Si cuando escribí La buena letra no acababa de sentirme cómodo con esa idea de justicia del tiempo, que parecida surgir del libro, hoy, diez años más tarde, me parece una filosofía inaceptable, por engañosa”.

Publicada en 1992 y revisada por el autor en el año 2000, La buena letra es una de las mejores novelas de Chirbes. Se trata de una historia de posguerra y hambre, de estrecheces, de moral y de culpa. En ella, Ana, la narradora, le cuenta a su hijo Manuel retazos de una vida cosida a golpe de pequeñas miserias. De ese capítulo extra incluido en la primera versión, que tuve la fortuna de poder leer, se desprende la consabida letanía de que el tiempo pone las cosas en su lugar. En la versión actual, Chirbes se decanta por un final más duro y deja a la protagonista a solas con su propia desesperación. Y esta historia, ya escindida en dos, es de la que parte Celia Rico en 2020 en su adaptación al cine.

Es un lugar común decir que toda traducción es imposible: el traductor es consciente de todo cuanto se extravía al verter las palabras de una lengua a otra, y lo mismo ocurre con los distintos lenguajes artísticos entre los que transitan las historias. Decía la guionista Susu d’Amico que “la mejor manera en que un adaptador puede ser fiel a una obra es serle totalmente infiel”. Porque quizás, lo único que verdaderamente puede recuperarse sea un aroma, una esencia que permite trasplantar esa semilla a otro medio.

Es el caso de Celia Rico, que parte ciertamente de unos aromas, el de la achicoria, la tortilla sin huevo, las mondas de la naranja friéndose en la sartén. Recoge ese mundo desplegado en las páginas de Chirbes y lo recupera para transmutarlo en una historia que pone el centro de gravedad en estas mujeres que con su abnegación y silencio sostuvieron a las familias en la posguerra española. Hay en su aproximación una delicadeza infinita a la hora de guardar la esencia de Chirbes en otra caja, en otra casa.

En cierta manera, La buena letra, rodada casi íntegramente en el interior de una lóbrega casa, contiene en ella sus anteriores películas —Viaje al cuatro de una madre y Los pequeños amores— como si las otras estancias de ese trastabillante hogar que pudo haber imaginado Chirbes estuviera habitado por personajes que nacerían más de cincuenta años después, los universos de dos creadores que coinciden alumbrados por un modo de estar, de ver, de moverse por entre los claroscuros de una casa que nunca está del todo iluminada.

Pensaba que tanto en la película como en el libro cuesta desgajarse de la presencia de las sombras. En unas ocasiones parecen premonitorias, en otras, puro espejo de una época difícil. Sin embargo, en la propuesta de Celia Rico hay una escena —a mi juicio de las más memorables—, que sucede en un merendero frente a la playa y en la que se cuela al fin la luz. Es el sol líquido de los lienzos de Sorolla, esa claridad que hace que sus imágenes nunca se agoten, ese sol hecho con la materia de lo que nunca se detiene: la luz, el tiempo, el agua, la infancia. Así, imagino, se vislumbra la eternidad, en lo que parece no estar terminado. “Es como una oración a lo que está vacío”, escribe Tomas Tranströmer en un poema de El cielo a medio hacer: “Y lo que está vacío se vuelve hacia nosotros/ y susurra:/ ‘No estoy vacío, estoy abierto”.

Decía antes que hay infinitos finales. O ninguno. Y así, en el último plano de la película La buena letra, Ana se pone al sol por primera vez, a pesar del luto y ese gesto tal vez sea el legado, el de la luz. Cuenta Celia Rico que para rodarlo le dijo a Loreto Mauleón que quería que aquel fuera un plano largo, que se dejara sentir la emoción del camino recorrido. Que empezara a pensar en la novela de Chirbes porque sería ella, Ana, la narradora de aquella historia que vendría a contar lo que los espectadores acabábamos ver. Así que, en este tercer final, en los ojos cerrados de una mujer al sol, se empieza a gestar de nuevo la novela de Chirbes porque en la vida las historias viven condenadas a no terminarse nunca. Y todo final es, en realidad, otro principio.

La buena letra. Dirección: Celia Rico Clavellino. Intérpretes: Loreto Mauleón, Enric Auquer Sardà, Roger Casamajor, Ana Rujas. Género: drama histórico. España, 2025.

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